Aureliano y los amigos

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Mucho tiempo después sabría que ese nombre está cargado con el peso de un mundo. Por lo mientras, en aquella pequeña infancia, Aureliano sólo era mi amigo. Su padre era albañil y su familia habitó el fraccionamiento alzado a un costado del río. En una ocasión, cuando yo tenía tres años, atravesé ese fraccionamiento en brazos de mi madre. Apenas alzaban las casas y las débiles varillas formaban una danza quieta de esqueletos. Las calles no estaban pavimentadas. Recuerdo que iba en brazos de mi madre porque llovía a cántaros y ella corría para protegernos, pero en su ciega carrera caímos juntos en un amplio charco

Aureliano y yo cursamos juntos la primaria y la secundaria y siempre pertenecimos al cuadro de honor. No éramos como Rodolfo, ese amigo inquieto que una vez se rompió la frente luego de brincar y pegarse con el canto del pizarrón, o que un día dejó varada la camioneta de su padre en lo alto de una represa. Aureliano y yo éramos los «listos», y eso nos confirió cierta autoridad: la de los elegidos a iniciarse en los misterios de una religión inútil. Él y yo éramos siempre los candidatos para representar a la escuela en los concursos de conocimiento. ¿Qué tanto sé y qué tanto sabe el otro? Según los exámenes, cuando cumplí once años e iba en sexto de primaria, yo era el más listo de la escuela. Aureliano siempre fue el segundo. Y a Rodolfo lo pasaban de año para no soportarlo un periodo más en la institución. Así se fueron los años y los días, las horas eternas de la infancia y el infinito aburrimiento de las vacaciones de niños. Sólo los cerros y la tierra me rodeaban, y una soledad que me enseñó a hablar el silencio
Fue en la secundaria, luego de otro intento fallido de parte de Aureliano para asistir a uno de estos concursos, que él descubrió que todo era e iba a ser inútil. Él lo descubrió a tiempo, prematuramente quizá. Por eso creo que esos exámenes y esas preguntas nunca iban a calificar la verdadera inteligencia de ese niño, de ese adolescente. Yo continué con mi fama de «cerebrito» y otra vez representaría a la Escuela Secundaria Técnica No. 116 de Santa Cruz Amilpas. Al día siguiente de que esto se supo, él se acercó a los «malos» de la escuela. Se propuso ser cholo, ser parte de esa encantadora y cándida pandilla de jóvenes cuyo mayor problema era tener mucho tiempo libre. Según sé, Aureliano se sometió a un ritual de iniciación que tampoco le sería útil: un montón de adolescentes lo patearon por algunos minutos para que se ganara un lugar, el más bajo de seguro, entre esos chicos que daban a lavar sus pantalones holgados a sus madres
Aureliano ya no fue más el niño aplicado ni el tímido enclenque de cabello lacio y piel cobriza de bengalí. Él supo muy rápido que abrir los ojos al mundo, independientemente de si se hace frente a los libros o frente a la carne, es doloroso. Cambió ese futuro padecer que la mirada constante provoca, por el golpe intenso y pasajero de unas patadas, por un poco de indolente olvido, por un poco de anestesia ante los días, por un poco de ordinaria certidumbre. Y dejó la escuela 
Él ahora ya no es cholo y no sabe de Sartre ni de Camus, y con cada ladrillo que pega, con cada bulto de cemento que convierte en mezcla y cada varilla y piedra que transforma en muro, sigue estando igual de distante del gran pensamiento de nuestros tiempos. Y no importará, porque para ser albañil no se necesita saber de Lacan o de Foucault. Para vivir, en general, no se necesitan de nombres
Hace años, cuando todavía no sabíamos que éramos inocentes, podíamos hablar sin aburrirnos; hoy, si lo encuentro, es seguro que no pueda decir más que lo innecesario. Cómo estás, cómo van los hijos, cómo va el trabajo. Y yo sentiría una ligera vergüenza por mi completa inutilidad, pero también una sórdida satisfacción por ser un inútil descarado, uno que se sabe inútil y no trata de engañar. Un inútil para vivir porque la vida es una vertiginosa acumulación de tiempos que se reducen y toda acción es trivial. ¿Cristo o Hitler? Nada queda de ellos más que un pálido eco cada vez más lejano. Y mientras escribo esto, Aureliano doblará varillas con su tristeza cercenada de albañil

Mis amigos de ahora saben otras cosas también inútiles, rimbombantes, pulcras, sí; casi de cristal, pero que no se alejan mucho de esa mezcla de cal y cemento que carcome las manos, de esas varillas indómitas sentenciadas a la corrosión, de esos ladrillos cocidos que vienen de la más sencilla tierra. Y yo sigo sintiendo el continuo caer, el agua de lluvia y el agua de charca. Miro las casas del fraccionamiento y sé de sus debilidades, sé de sus costillas cansadas y de sus techos rellenos de unicel. Aureliano, ¿tú qué clase de casas harás?

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